ETERNO RETORNO
( a través de un cuento)
Pero el movimiento de la literatura es ese
deslizamiento de una escena a la misma escena que se repite con una forma
apenas modificada, apenas deformada, apenas alterada…
Por
qué me gusta Barthes, Alain Robbe-Grillet
Laura
está buscando un libro de Ricardo Piglia en el trastero. No recuerda dónde lo
puso, como no recuerda ya tantas otras cosas. Hace unos días cumplió ochenta
años. 80: redondito como las velas rojas que pusieron sus nietos en esa empalagosa
tarta que tan mal le sentó. Ahora pasa sus dedos por las estanterías, pero
caray, qué desorden, qué suciedad. Todo empezó ayer. Cogió un libro de Ida
Vitale, De plantas y animales, y ahí
estaba, el acontecimiento. O así imagina Laura que lo ha estado escuchando y
leyendo a lo largo de su vida, en forma de gran acontecer, como si no fuera
algo normal, y sí algo que había que tener en cuenta, algo memorable, algo que
hay que contar una y otra vez para no olvidarlo. Y quizá Laura lo olvida una y
otra vez, pero siempre vuelve a aparecer. Ida Vitale, con su voz, se hace eco
en una página del gran suceso: Cuando en
la adolescencia leí a Nietzsche y supe algo de su vida, me conmovió su locura
final, cuando compadecido ante un caballo de tiro maltratado por quien lo
guiaba, le abrazó la cabeza y lloró con él como con un hermano. Sí, a
partir de esa escena, un antes y un después: Nietzsche cuerdo, Nietzsche loco.
La
primera vez que escuchó Laura esta historia, tendría catorce o quince años,
quizá en la clase de ciencias sociales o ciencias naturales. El profesor o
profesora, ay, qué memoria, sin venir a cuento la soltó, y ella recordó que su
abuelo, siendo un niño, también había abrazado a un caballo, como el Federico
Niche ese del que hablaba su profesora. Ella contó lo de su abuelo en la clase,
pero no le dieron importancia, su abuelo no era nadie, y Federico, según la
señorita, había cambiado el curso de la filosofía. A partir de él, la filosofía
pegó un giro enorme, dejó de ser lo que había sido para convertirse en otra
cosa. Vaya, pensó Laura. Como un mago. Como un poeta. Como un niño. Luego
vendría Kundera a contárselo otra vez. ¿Cuándo leyó a Kundera? Tantos años
tiene ya… Laura sigue buscando a Piglia, aunque en realidad ha subido al
trastero a buscar no sólo a Piglia, también La
insoportable levedad del ser, pero disimulen, miren hacia otro lado,
ustedes antes o después olvidarán lo que buscaban hace unos minutos, y no pasará
nada, salvo que esté la sartén sobre el fuego.
Unos
meses antes que la voz de Ida Vitale, Laura leyó emocionada a otra poeta, a Chantal Maillard, que contaba en el
preámbulo de un libro suyo la misma historieta: recordemos a Friedrich Nietzsche abrazado al cuello de un caballo
exhausto y maltratado. Que aquel gesto se considere como un síntoma de locura
es clara indicación de una sociedad enferma. Entonces Laura, de repente,
volvió a acordarse de su abuelo, sí, algo parecido le pasó a él, y nunca lo tomó por loco, jamás se planteó que aquel
gesto de su abuelo fuese nada anormal, tampoco nada extraordinario. A ella lo
de su abuelo se lo contó su madre, y quizá a su madre se lo contó su abuelo, el
bisabuelo de Laura. Pero sí, parece que todos pensaron que Nietzsche se había
vuelto loco, que algo ya no marchaba en ese pensador que puso todo patas
arriba.
2011.
El director Béla Tarr lleva el acontecimiento a la pantalla. El caballo de Turín. Quizá la voz en off
del principio diga más palabras que todas las que se dicen en el resto de los
145 minutos que Laura vio acompañada de los
bostezos de su marido. La voz relata que en Turín, el 3 de enero de
1889, Friedrich Nietzsche sale del número 6 de la Vía Carlo Alberto, cuando se
encuentra con un cochero (¿Giuseppe? ¿Carlo? ¿Ettore?) tirando de un caballo
que se resiste a moverse. Impaciente, comienza a fustigarlo. Nietzsche avanza
entre la multitud, se acerca despacio y abraza al animal, llorando. Vive diez años más,
preso de la demencia, con su madre y su hermana. Del caballo nada sabemos, pero
para eso podemos ver la película. A Laura casi le da un síncope. 148 minutos
que fueron como cinco días. Pero bueno, pensó, quizá sea esa la intención del
director. Qué cabrón. Laura nunca dice cabrón, pero lo digo yo por ella.
Concretemos.
3 de enero de 1888 (no hay unanimidad respecto al año), Nietzsche pasea por una
calle de Turín y ve a un caballo que está siendo golpeado sin piedad por un
hombre. Tiembla, se acerca lentamente al animal, se aferra a él con compasión,
y llora con él, llora por él, por el caballo, por todos nosotros. Por mí. Por
ustedes. Por el abuelo de Laura. Por el marido. Por la madre y su bisabuelo. Por
la mismísima Laura. Y porque por más que busca en el trastero no encuentra el
librito de Piglia. Lo va a olvidar, como ya ha olvidado el de Kundera. Pero en
esto que se encuentra con Crimen y castigo.
Retira el polvo, y lo abre. Lee la página que subrayó, o cree
recordar que ese subrayado es suyo, y no de la mano de su marido, que ya murió: El pobre niño está fuera de sí. Lanzando un
grito, se abre paso entre la gente y se acerca al caballo muerto. Coge el
hocico inmóvil y ensangrentado y lo besa; besa sus labios, sus ojos. Luego da
un salto y corre hacia Mikolka
blandiendo los puños. En este momento lo encuentra su padre, que lo estaba
buscando, y se lo lleva. Ven, ven, le dice. Vámonos a casa. Papá, ¿por qué han
matado a ese pobre caballito?, gime Rodia. Alteradas por su entrecortada
respiración, sus palabras salen como gritos roncos de su contraída garganta. Laura
sigue leyendo, pero ya saben, lectores – ¿o quizá ya no la recuerdan? –, cómo continúa
esta historia que está dentro de una historia mayor, y que ha sido un sueño de Raskólnikov,
que ahora despierta sudoroso.
Laura,
triste por esta historia, se acuerda de repente de su abuelo, ¿o quizá le pasó
a su abuela?, lo ve en su pueblo, con sus pequeñas manos acariciando al
caballo, ahora a sus 80 no le parece tan banal el hecho, quizá era síntoma de
cierta sensibilidad, y piensa si este sueño de Raskólnikov no lo habría leído
su abuelo o su abuela, qué pena no habérselo podido preguntar. Aunque no, no
puede ser, yo recuerdo un poco más que ella, y su abuelo sólo leía el Quijote y el periódico. Su abuela era
más de Madame Bovary. Sigue
elucubrando, la historia del pequeño Rodia y la historia de su abuelo o de su
abuela se parecen tanto... Ahora observa una fotografía que estaba entre las
páginas de Crimen y Castigo: aparece
ella, la pequeña Laura junto a un
caballo negro y flacucho. Laura le acaricia el cuello con sus manos, sus labios
diminutos lo besan y una lágrima cae por su cara. Al fondo, un grupo de gente
anónima. Deja la foto y el libro con cuidado donde estaba, y al lado, por fin,
y tras olvidarlo con la lectura de Dostoievski, Ricardo Piglia y sus Formas breves: Una de las escenas más famosas de la historia de la filosofía es un
efecto del poder de la literatura. Nietzsche al ver como un cochero castigaba
brutalmente a un caballo caído se abraza llorando al cuello del animal y lo
besa. Fue en Turín, el 3 de enero de 1888, y esa fecha marca, en un sentido, el
fin de la filosofía: con ese hecho empieza la llamada locura de Nietzsche que,
como el suicidio de Sócrates, es un acontecimiento inolvidable en la historia
de la razón occidental. Lo increíble es que la escena es una repetición literal
de una situación de Crimen y Castigo de
Dostoievski (capítulo 5 de la I parte) en la que Raskólnikov sueña con unos
campesinos borrachos que golpean a un caballo hasta matarlo. Dominado por la
compasión, Raskólnikov se abraza al cuello del animal caído y lo besa. Nadie
parece haber reparado en el bovarismo de Nietzsche que repite una escena leída.
(La teoría del Eterno Retorno puede ser vista como una descripción del efecto
de memoria falsa que produce la lectura). Laura se sonríe. 80 años. 80 años
redonditos. Quiere olvidar la tarta que comió hace unos días, quiere olvidar
las velitas rojas que su hija le dio a
sus nietos, quiere olvidarlo todo, ya no le importan sus despistes, olvidar la
historia de su abuelo, la de su abuela, la suya y la de su marido, olvidar al
pequeño Rodia, a sus padres, olvidar la
historia de Nietzsche y el caballo, la cordura y la locura, olvidar la voz de
Ida Vitale, la de Flaubert y su Bovary, la voz de Chantal Maillard, olvidar a
Piglia, a la señorita, a Kundera y a Dostoievski, olvidar la película de Béla
Tarr, no, ya no le preocupa en absoluto, sólo así podrá repetir a sus 80 años,
todo lo ya vivido, todo lo ya leído, como si fuera la primera vez: eterno
retorno.
Patricia
L.D.
Fotograma:
Días de Nietzsche en Turín (2001),
Júlio Bressane.