martes, 17 de julio de 2012

La invención de la soledad, de Paul Auster.

A principios de junio, nuestro compañero Javier Lee nos recomendaba en el blog "A leer que son 2 días",  Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente, un libro autobiográfico en el que el autor escribía, tras la muerte de su padre, acerca de la relación que mantuvo con él. En el libro que comentamos hoy, La invención de la soledad, dividido en dos partes, Retrato de un hombre invisible y El libro de la memoria, el arranque es el mismo: la pérdida del padre.
           
            Retrato de un hombre invisible.
            Tres semanas después de recibir la noticia, Paul Auster decidió empezar este libro, aunque más que una decisión la idea se le presentó como una imposición, una obligación: la de no dejar que las huellas de su progenitor se borrasen para siempre. Sobre todo al tratarse de un hombre invisible. Era un hombre invisible, en el sentido más profundo e inexorable de la palabra. Invisible para los demás, y muy probablemente para sí mismo.

            ¿Y cómo pintar el retrato de un hombre invisible, cómo rastrear las huellas de alguien que no dejó ninguna? Auster no se rinde. Toda la vida estuvo buscando a su padre, y ahora, una vez que se ha ido para siempre, no quiere desistir en esa búsqueda. Le buscará en los objetos que ha dejado tras su muerte, y  que ya sin la presencia de quien los dotaba de significado se vuelven inertes. Y aunque se queda con algunos como son un reloj, un jersey, el coche, etc., llegará un momento en el que éstos sólo consigan transmitirle una falsa ilusión de intimidad.

            Probará con  las fotografías que encuentra en  casa. Y observa a su padre, cuando todavía no tenía hijos, cuando no se había casado, cuando era joven. Unas fotografías que de alguna manera significan un paréntesis en la muerte de su padre, algo que queda al margen de ésta, resguardadas del final, todavía en este mundo. Y el hijo las mira porque es lo único que puede hacer para intentar encontrar una respuesta a ese enigma, a ese hombre hermético, inescrutable. Ellas puede que le ayuden a confirmar cosas que intuía, incluso a rellenar huecos o puede que ese observar no le lleve a encontrar ninguna certeza. Desde el principio reconozco que este proyecto está destinado al fracaso.
            
            Ahonda en los recuerdos. Y nos encontramos con el pequeño Paul, con un niño que quiere –como todos los niños –formar parte del mundo de su padre, pero como no se siente incluido decide optar por  inventarle un pasado romántico, cualquier cosa que justifique y explique esa indiferencia. Ese padre que habla de modo automático, que siempre tiene una frase a mano para la ocasión, en lugar de palabras que él mismo hubiera buscado o creado. Qué duro sentir, que hagas lo que hagas, esté bien o mal, tu padre siempre va a tener para la ocasión unas palabras, y que todas suenen igual, como una lección memorizada.
           
            Y es entonces cuando viene el desvelamiento de un secreto, el momento en el que Auster nos cuenta que su abuela mató a su abuelo. Las consecuencias de ese hecho en la familia, y entre ellas las que tuvo para  su padre. Y puede que ahí se encuentren las raíces de su invisibilidad posterior.

            Después de esta búsqueda, Auster siente la impotencia de no poder decir nada con certeza. Que podría decir una cosa y su contraria para referirse a su padre. Y lo único que le queda, y lo que recibimos sus lectores, son fragmentos. O la anécdota como forma de conocimiento.
   
             En este libro se desmitifica la idea de la escritura como catarsis. Auster siente que la escritura más que cicatrizar la herida, lo que hace es abrírsela más.
            El libro de la memoria.
            Si en Retrato de un hombre invisible Auster se sirve de la primera persona, en esta lo hace de la tercera. Nos encontramos ahora con A., un trasunto del autor, y con sus reflexiones acerca de la soledad, del olvido, de la memoria, la maldición del padre ausente, su relación con la escritura, con las casualidades -cómo no-, uno de los grandes temas austerianos, y con su propia paternidad. Había comprendido el verdadero significado de la paternidad: la vida de su hijo le importaba más que la suya, y si su propia muerte hubiese servido para salvar a su hijo, la habría aceptado sin dudar.
           
            Para escribir sobre estos temas dialogará con Proust, Van Gogh, Beckett, Ana Frank, Pinocchio…
           
             No puedo evitar, dados los tiempos que corren, terminar con este texto:

            Dicen que si el hombre no pudiera soñar por las noches se volvería loco; del mismo modo, si a un niño no se le permite entrar en el mundo de lo imaginario, nunca llegará a asumir la realidad. La necesidad de relatos de un niño es tan fundamental como su necesidad de comida y se manifiesta del mismo modo que el hambre.

            Creo que sí hay lecturas para el verano. Que parece que el calor nos amodorra y necesitamos leer los párrafos dos veces, así que mejor algo ligero. Sin embargo, también creo que hay libros que son para todas las estaciones. Que son esos libros que invitan a la reflexión, a generar pensamiento, a buscar un sentido –dentro de esta vorágine de sinsentido –aunque sea provisional.
            
               Uno de ellos, bien podría ser La invención de la soledad.

A.I. Inteligencia Artificial (2001), de Steven Spieldberg
O la historia de un Pinocchio-robot

Patricia L.        
Esta entrada también aparece publicada en el blog colectivo ALQS2D, para leer comentarios puedes hacer clic aquí

domingo, 1 de julio de 2012

Mi familia y otros animales, de Gerald Durrell.



Hace unos días, el 26 de junio, Viajera sin descanso me lanzaba a través de un comentario en el blog colectivo "A leer que son 2 días" una invitación: lee Mi familia y otros animales de Gerald Durrell, que además, seguía diciendo, es un buen libro para el verano al transcurrir en Corfú. Hasta ahora no había leído a Gerald, pero sí había disfrutado mucho con la lectura de su hermano Lawrence (Larry), por eso no entendí que Viajera sin descanso me dijera que para ella Larry siempre sería el hermano pesado de Gerald. Hasta que empecé a leer este libro. Si Lawrence es conocido por su tetralogía El cuarteto de Alejandría, Gerald lo es por la trilogía de Corfú, que engloba Mi familia y otros animales; Bichos y demás parientes; y el último, El jardín de los dioses. En la introducción al libro nos dicen que es una mezcla de géneros: retrato de gentes y lugares, la autobiografía y el relato humorístico. Para mí, sencillamente, es un canto a la vida.
            Igual les extraña algo de los dos primeros títulos, ese meter en un mismo paquete a la familia y a los animales, a los parientes y a los bichos, pero cuando entramos en el mundo de Gerald entendemos que es sólo fruto del cariño que siente por todos (aunque parece sentirse más unido a los bichos, aparte de comprenderlos más y mejor). Gerald Durrell fue además de escritor, zoólogo, y ya desde sus diez años, que es a la edad que se remonta para contar esta historia, descubrimos su pasión por los animales. Quizá ese observar tan detenidamente desde la niñez el comportamiento animal, le convirtió más tarde en un excelente retratista. ¿Y a quién retrata aquí? Pues a toda su familia durante los cinco años que pasaron en Corfú. Nos encontramos con su madre (viuda), gran cocinera, siempre entre pucheros, recogiendo plantas, flores, cuidando de su prole; con su hermano (muy pesado, sí) Larry, de veintitrés años, pedante a más no poder en ese momento, y futuro novelista; con su hermano Leslie, de diecinueve, gran amante de la caza, disparando aquí y allá; su hermana Margo, de dieciocho, aficionada a coleccionar trapitos y colonias; y sobre todo nos encontramos a muchos, muchos bichos: galápagos, perros, salamanquesas, escorpiones, amantis, culebras, gaviotas, urracas, etc. Mezclados y conviviendo unos con otros. Y si estos “personajes” no fueran ya suficientes, a lo largo de esos cinco años y tres casas (una la dejaron porque venían muchos amigos de Larry de visita y necesitaban una más grande para acogerles; otra porque iba a venir un pariente no muy deseado, y para que no viniese, volvieron a trasladarse a una más pequeña) aparecerán también un buen número de excéntricos, pero claro está, van que ni pintados con esta familia. Vivir en Corfú era como vivir en medio de la más desaforada y disparatada ópera cómica.
            Cuando se publicó Mi familia y otros animales, la madre de los Durrell ya había muerto. A ella se lo dedica Gerald. Y Larry, en el prólogo del libro de su hermano, empieza diciendo que es la heroína de esta historia. Cuando terminas de leerla, sientes que un pedacito de esta familia y un pedacito MUY GRANDE de Corfú se te ha quedado dentro. Cuando terminas de leerla, también piensas que a lo mejor no hay grandes o pequeños temas, sino grandes o pequeños narradores. Y cuando hay amor, y profunda pasión por algo, es muy difícil no transmitirla. Gerald la transmite: por su familia, por sus bichos (increíble cómo narra las relaciones entre los animales), por Corfú.
            Cuando Viajera sin descanso me recomendó este libro, le dije que a ver si podía localizar una de las muchas cartas que Lawrence (el pesado Larry) le escribió a Henry Miller, y a lo mejor, leyéndola,  empezaría a mirarle con otros ojos; en concreto se trata de una carta que más tarde se convirtió en apéndice del libro El Coloso de Marusi: el delicioso libro de Henry Miller en el que narra su viaje a Grecia.
             En esta carta de Lawrence, que es otro canto a la vida, descubrimos lo que significó esta tierra para otro de los hermanos Durrell. Espero que os guste. La transcribo porque también es muy de verano: Kikirikiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii.  
            A bordo – Arntena                                                                 
            10 de agosto de 1940
            Los campesinos están echados por todas partes comiendo sandía; el jugo corre por las cunetas. Una enorme multitud se dirige en peregrinación a la Virgen de Tinos. Y aquí estamos precariamente fuera del puerto, escudriñando la línea del horizonte en busca de submarinos italianos. Lo que en realidad quiero contarte es la historia de los gallos de Ática. Servirá de marco a tu retrato de Katsimbalis, que aún no he podido leer, pero que según dicen es maravilloso. He aquí la historia: Subimos todos a la Acrópolis la otra noche, muy borrachos y exaltados por el vino y la poesía; era una noche oscura y calurosa y el coñac nos hervía en las venas. Estábamos sentados en las gradas en la entrada del gran pórtico, pasándonos la botella: Katsimbalis recitaba y Georgakis lloriqueaba; de pronto a aquél le sobrevino una especie de ataque y tras ponerse de pie de un salto, comenzó a gritar: << ¿Queréis oír los gallos de Ática, condenados modernos?>>. Su voz tenía un timbre de histeria. No respondimos, ni tampoco él lo esperaba. Se acercó corriendo al borde del precipicio, como si fuese la reina de las hadas, todo vestido de negro; echó la cabeza hacia atrás, colgó el bastón de su brazo herido y emitió el toque de trompeta más espeluznante que haya escuchado jamás. Quiquiriquiii. Resonó por toda la ciudad, parecida a un tazón oscuro salpicado de luces como cerezas. Rebotó de un montículo a otro y se deslizó bajo los muros del Partenón, bajo la victoria alada, aquel horrible canto de gallo macho, peor que Emil Jannings. Quedamos mudos de perplejidad, y mientras nos mirábamos el uno al otro en la oscuridad, a lo lejos, con una claridad argentina en la noche, respondió un gallo soñoliento, y luego otro, y otro. K. enloqueció entonces. Adoptando la postura de un pájaro a punto de lanzarse al espacio, agitando los faldones de la chaqueta, lanzó un alarido terrorífico, y los ecos se multiplicaron. Gritó hasta que se le hincharon todas las venas, parecía un gallo apaleado y destrozado de perfil, aleteando en su propio estercolero. Seguía gritando histéricamente y su auditorio siguió creciendo en el valle, hasta que, como clarines, cantaron y cantaron respondiéndole desde toda Atenas. Finalmente, entre carcajadas y acceso de histeria, tuvimos que rogarle que se callara. La noche entera vibraba con el canto de los gallos, toda Atenas, toda Ática, toda Grecia, parecía, hasta imaginé que incluso tú te despertabas en tu escritorio de Nueva York para oír aquel repique sonoro y terrible; el canto del gallo de Katsimbalis en Ática.
            Fue épico. Un momento grandioso y puramente katsimbaliano.
            ¡Si hubieses podio oír aquellos gallos, el frenético salterio de los gallos de Ática! Soñé con ellos dos noches seguidas. Bueno, en este momento nos dirigimos a Mykonos, resignado ahora que hemos oído los gallos de Ática desde la Acrópolis. Me gustaría que lo escribieras, sería parte del mosaico.
            Saludos a todos.
            Larry.
Patricia L.