domingo, 14 de noviembre de 2021

Eterno Retorno (a través de un cuento)


 

ETERNO RETORNO

( a través de un cuento)

 

Pero el movimiento de la literatura es ese deslizamiento de una escena a la misma escena que se repite con una forma apenas modificada, apenas deformada, apenas alterada…

Por qué me gusta Barthes, Alain Robbe-Grillet

 

Laura está buscando un libro de Ricardo Piglia en el trastero. No recuerda dónde lo puso, como no recuerda ya tantas otras cosas. Hace unos días cumplió ochenta años. 80: redondito como las velas rojas que pusieron sus nietos en esa empalagosa tarta que tan mal le sentó. Ahora pasa sus dedos por las estanterías, pero caray, qué desorden, qué suciedad. Todo empezó ayer. Cogió un libro de Ida Vitale, De plantas y animales, y ahí estaba, el acontecimiento. O así imagina Laura que lo ha estado escuchando y leyendo a lo largo de su vida, en forma de gran acontecer, como si no fuera algo normal, y sí algo que había que tener en cuenta, algo memorable, algo que hay que contar una y otra vez para no olvidarlo. Y quizá Laura lo olvida una y otra vez, pero siempre vuelve a aparecer. Ida Vitale, con su voz, se hace eco en una página del gran suceso: Cuando en la adolescencia leí a Nietzsche y supe algo de su vida, me conmovió su locura final, cuando compadecido ante un caballo de tiro maltratado por quien lo guiaba, le abrazó la cabeza y lloró con él como con un hermano. Sí, a partir de esa escena, un antes y un después: Nietzsche cuerdo, Nietzsche loco.

La primera vez que escuchó Laura esta historia, tendría catorce o quince años, quizá en la clase de ciencias sociales o ciencias naturales. El profesor o profesora, ay, qué memoria, sin venir a cuento la soltó, y ella recordó que su abuelo, siendo un niño, también había abrazado a un caballo, como el Federico Niche ese del que hablaba su profesora. Ella contó lo de su abuelo en la clase, pero no le dieron importancia, su abuelo no era nadie, y Federico, según la señorita, había cambiado el curso de la filosofía. A partir de él, la filosofía pegó un giro enorme, dejó de ser lo que había sido para convertirse en otra cosa. Vaya, pensó Laura. Como un mago. Como un poeta. Como un niño. Luego vendría Kundera a contárselo otra vez. ¿Cuándo leyó a Kundera? Tantos años tiene ya… Laura sigue buscando a Piglia, aunque en realidad ha subido al trastero a buscar no sólo a Piglia, también La insoportable levedad del ser, pero disimulen, miren hacia otro lado, ustedes antes o después olvidarán lo que buscaban hace unos minutos, y no pasará nada, salvo que esté la sartén sobre el fuego.

Unos meses antes que la voz de Ida Vitale, Laura leyó emocionada a otra poeta,  a Chantal Maillard, que contaba en el preámbulo de un libro suyo la misma historieta: recordemos a Friedrich Nietzsche abrazado al cuello de un caballo exhausto y maltratado. Que aquel gesto se considere como un síntoma de locura es clara indicación de una sociedad enferma. Entonces Laura, de repente, volvió a acordarse de su abuelo, sí, algo parecido le pasó a él, y nunca lo  tomó por loco, jamás se planteó que aquel gesto de su abuelo fuese nada anormal, tampoco nada extraordinario. A ella lo de su abuelo se lo contó su madre, y quizá a su madre se lo contó su abuelo, el bisabuelo de Laura. Pero sí, parece que todos pensaron que Nietzsche se había vuelto loco, que algo ya no marchaba en ese pensador que puso todo patas arriba.

2011. El director Béla Tarr lleva el acontecimiento a la pantalla. El caballo de Turín. Quizá la voz en off del principio diga más palabras que todas las que se dicen en el resto de los 145 minutos que Laura vio acompañada de los  bostezos de su marido. La voz relata que en Turín, el 3 de enero de 1889, Friedrich Nietzsche sale del número 6 de la Vía Carlo Alberto, cuando se encuentra con un cochero (¿Giuseppe? ¿Carlo? ¿Ettore?) tirando de un caballo que se resiste a moverse. Impaciente, comienza a fustigarlo. Nietzsche avanza entre la multitud, se acerca despacio y  abraza al animal, llorando. Vive diez años más, preso de la demencia, con su madre y su hermana. Del caballo nada sabemos, pero para eso podemos ver la película. A Laura casi le da un síncope. 148 minutos que fueron como cinco días. Pero bueno, pensó, quizá sea esa la intención del director. Qué cabrón. Laura nunca dice cabrón, pero lo digo yo por ella.

Concretemos. 3 de enero de 1888 (no hay unanimidad respecto al año), Nietzsche pasea por una calle de Turín y ve a un caballo que está siendo golpeado sin piedad por un hombre. Tiembla, se acerca lentamente al animal, se aferra a él con compasión, y llora con él, llora por él, por el caballo, por todos nosotros. Por mí. Por ustedes. Por el abuelo de Laura. Por el marido. Por la madre y su bisabuelo. Por la mismísima Laura. Y porque por más que busca en el trastero no encuentra el librito de Piglia. Lo va a olvidar, como ya ha olvidado el de Kundera. Pero en esto que se encuentra con Crimen y castigo. Retira el polvo, y  lo abre. Lee la página que subrayó, o cree recordar que ese subrayado es suyo, y no  de la mano de su marido, que ya murió: El pobre niño está fuera de sí. Lanzando un grito, se abre paso entre la gente y se acerca al caballo muerto. Coge el hocico inmóvil y ensangrentado y lo besa; besa sus labios, sus ojos. Luego da un salto y corre  hacia Mikolka blandiendo los puños. En este momento lo encuentra su padre, que lo estaba buscando, y se lo lleva. Ven, ven, le dice. Vámonos a casa. Papá, ¿por qué han matado a ese pobre caballito?, gime Rodia. Alteradas por su entrecortada respiración, sus palabras salen como gritos roncos de su contraída garganta. Laura sigue leyendo, pero ya saben, lectores – ¿o quizá ya no la recuerdan? –, cómo continúa esta historia que está dentro de una historia mayor, y que ha sido un sueño de Raskólnikov, que ahora despierta sudoroso.

Laura, triste por esta historia, se acuerda de repente de su abuelo, ¿o quizá le pasó a su abuela?, lo ve en su pueblo, con sus pequeñas manos acariciando al caballo, ahora a sus 80 no le parece tan banal el hecho, quizá era síntoma de cierta sensibilidad, y piensa si este sueño de Raskólnikov no lo habría leído su abuelo o su abuela, qué pena no habérselo podido preguntar. Aunque no, no puede ser, yo recuerdo un poco más que ella, y su abuelo sólo leía el Quijote y el periódico. Su abuela era más de Madame Bovary. Sigue elucubrando, la historia del pequeño Rodia y la historia de su abuelo o de su abuela se parecen tanto... Ahora observa una fotografía que estaba entre las páginas de Crimen y Castigo: aparece ella, la pequeña Laura  junto a un caballo negro y flacucho. Laura le acaricia el cuello con sus manos, sus labios diminutos lo besan y una lágrima cae por su cara. Al fondo, un grupo de gente anónima. Deja la foto y el libro con cuidado donde estaba, y al lado, por fin, y tras olvidarlo con la lectura de Dostoievski, Ricardo Piglia y sus Formas breves: Una de las escenas más famosas de la historia de la filosofía es un efecto del poder de la literatura. Nietzsche al ver como un cochero castigaba brutalmente a un caballo caído se abraza llorando al cuello del animal y lo besa. Fue en Turín, el 3 de enero de 1888, y esa fecha marca, en un sentido, el fin de la filosofía: con ese hecho empieza la llamada locura de Nietzsche que, como el suicidio de Sócrates, es un acontecimiento inolvidable en la historia de la razón occidental. Lo increíble es que la escena es una repetición literal de una situación de Crimen y Castigo de Dostoievski (capítulo 5 de la I parte) en la que Raskólnikov sueña con unos campesinos borrachos que golpean a un caballo hasta matarlo. Dominado por la compasión, Raskólnikov se abraza al cuello del animal caído y lo besa. Nadie parece haber reparado en el bovarismo de Nietzsche que repite una escena leída. (La teoría del Eterno Retorno puede ser vista como una descripción del efecto de memoria falsa que produce la lectura). Laura se sonríe. 80 años. 80 años redonditos. Quiere olvidar la tarta que comió hace unos días, quiere olvidar las velitas rojas  que su hija le dio a sus nietos, quiere olvidarlo todo, ya no le importan sus despistes, olvidar la historia de su abuelo, la de su abuela, la suya y la de su marido, olvidar al pequeño Rodia, a sus padres,  olvidar la historia de Nietzsche y el caballo, la cordura y la locura, olvidar la voz de Ida Vitale, la de Flaubert y su Bovary, la voz de Chantal Maillard, olvidar a Piglia, a la señorita, a Kundera y a Dostoievski, olvidar la película de Béla Tarr, no, ya no le preocupa en absoluto, sólo así podrá repetir a sus 80 años, todo lo ya vivido, todo lo ya leído, como si fuera la primera vez: eterno retorno.

 

Patricia L.D.

 

Fotograma: Días de Nietzsche en Turín (2001), Júlio Bressane.

 

sábado, 6 de noviembre de 2021

De proyectos y otros cuentos (I)

 

Como desde hace más de un año fotografío un banco,  busqué en Google para ver si ya se le había ocurrido a alguien esa idea: la respuesta es que sí. La idea la tuvo un fotógrafo ucraniano que dedicó diez años de su vida a fotografiar el banco que está frente a la ventana de la cocina del piso de sus padres en Kiev. Se llama Yevgeniy  Kotenko: simplemente, hago fotos de lo que veo desde la ventana. Y lo que ve desde la ventana es ese banco situado entre un parque infantil y un sendero donde va la gente a caminar. Un lugar bastante concurrido que le llevó a recoger unas 700 fotografías, unas 700 mini historias reunidas bajo el título On the bench. En ellas nos encontramos a personas de todas las edades, solitarias, en grupo, bebiendo, fumando, charlando, amando, riñendo… Un hermoso registro de la historia de un banco al que Kotenko presta sus ojos para que pueda ver cómo a su alrededor gira una multitud de personas. Unas se van, otras llegan y entre tantos vaivenes el banco sigue ahí, mientras los padres de Kotenko le recuerdan que no deje olvidada su cámara de fotos en la cocina.

Guillermo me recomendó la película Smoke (Wayne Wang, 1995). La puse y aparecí en Brooklyn, dentro de un estanco rodeada de unos personajes que están conversando y fumando.

El estanquero lleva doce años yendo con su cámara de 35 mm a la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton para dispararla a las siete en punto de la mañana. Tiene todo un mundo de instantes metido en doce álbumes de color negro: 4000 fotografías. Se trata de Auggie Wren, el personaje creado por Paul Auster para un cuento de Navidad que le encargó The New York Times y que posteriormente adaptó para la película Smoke. Auggie Wren en la pantalla es el actor Harvey Keitel y William Hurt el trasunto de Paul Auster en la película.

Hay un momento en el que Auggie Wren le cuenta la historia que motivó las fotografías (pueden encontrarla leyendo El cuento de navidad de Auggie Wren o viendo la película) y cuando se las enseña a Paul y ve que éste las pasa muy rápido le dice: vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio. Y entonces ya sí Paul es pura atención y se va deteniendo en los detalles de cada una de ellas.

 Me acordé viendo las fotografías de Yevgeniy  Kotenko y de la película Smoke de una frase del director Yasujiro Ozu: hacer sentir la existencia de lo que llamamos vida sin utilizar acontecimientos extraordinarios. 

En Nubes de vanguardia, un textito recogido en el libro de Gonzalo Maier Leer y dormir, me entero que el pintor holandés Albert Carel Willink (1900-1983) hizo muchísimas fotografías de nubes. Fotografías según Gonzalo Maier que tomaba a la rápida, casi sin pensarlo, con nubes de todo tipo: grandes, negras, chicas; en otras palabras, un catastro de las nubes que durante décadas tapizaron los cielos de Amsterdam. De este modo el pintor se hizo con un gran catálogo de nubes que luego utilizaba de modelo para pintar sus cuadros. En una exposición estaban algunos de esos cuadros junto a la fotografía al lado para ver el parecido literal.

Se acerca la Navidad,  ya han empezado a montar el Belén en San Lorenzo de El Escorial, y quizá sea un buen momento para volver a esa delicia que es Smoke, leer el cuento de Auster, subir a  fotografiar el banco –a pesar del frío polar -y  buscar nubes, muchas muchas nubes.

Patricia L.D.


lunes, 1 de noviembre de 2021

Leyendo a Enrique Vila-Matas

 

Fue leyendo Marienbad eléctrico de Enrique Vila-Matas como descubrí un libro de Alain Robbe-Grillet, Por qué me gusta Barthes. Un libro que Vila-Matas adora por su rareza, esa rareza que consiste en explicar por qué se admira a otro:  frente a los que prefieren increpar o despreciar las obras de sus colegas. En el prefacio Olivier Corpet cuenta que Robbe-Grillet distinguía entre relaciones <<turbias, sospechosas>> y <<relaciones de novelista a novelista>> o <<relaciones amorosas>>. Imagino que esa relación entre Robbe-Grillet y Barthes que tanto adora Vila-Matas la habrá asociado a su relación con Dominique Gonzalez-Foerster.

Dominique Gonzalez-Foerster

Fue leyendo Marienbad eléctrico de Enrique Vila-Matas como descubrí a la artista Dominique Gonzalez-Foerster, y a través de ella al director de cine Tsai Ming-liang. La artista, fascinada por la secuencia final de la película Viva el amor, marchó a Taipéi (Taiwan) en busca del parque donde transcurría esa escena para pasear también ella con su cámara en mano, como hizo Ming-liang en 1994, con el fin de tratar de responder a por qué esa escena y no otra despertó su deseo de hacer videos.  No sé la respuesta, pero si vi en Dominique ese gesto del que hablábamos más arriba, ligado a esa relaciones nada sospechosas y que tienen que ver más con las relaciones amorosas. De alguna manera en su video está implícito su admiración por Ming-liang.

Busco sin éxito  esa película, Viva el amor, no doy con ella en ninguna plataforma.  Voy limitando la búsqueda hasta dar, al menos, con la escena con la que termina el film, esa escena que desencadenó el deseo de hacer películas en Dominique. Y la encuentro. Play: aparece una mujer caminando por una zona en construcción, el mismo parque por el que caminará Dominque cinco años después de ese rodaje. Escuchamos el sonido de sus tacones sobre el asfalto, unos pájaros, el claxon de los coches. Apenas hay nadie además de ella. Solitarios paseando, alguno corriendo. Hasta que llega a un auditorio al aire libre en el que hay muchos bancos. Vemos sentado a un hombre canoso, leyendo el periódico. La joven se sienta unos cuantos bancos detrás y empieza a llorar. Vemos su rostro, cubierto por la larga melena rizada agitada por el viento. No para de llorar. 

Viendo esas lágrimas resbalar recuerdo que en la entrevista en la que he podido escuchar a Ming-liang  dice que tiene una relación muy especial con el agua. Somos como una planta. La uso de una manera consciente en la medida de que está siempre presente en nuestra vida. En Taiwan lo está. La relación del agua con las lágrimas y con el deseo es importante. 

La actriz mira no sabemos si al escenario que tiene enfrente, recordemos que estamos en un auditorio, o hacia dentro, hacia eso que trata de salir, quizá si hubiese visto la película entera… pero qué importa. Van amainando el llanto y el viento. Se quita con la mano el cabello de la cara. Retira las lágrimas. Quizá llorar en público tiene algo que lo emparenta con  leer rodeada: como si construyésemos con esos dos actos un iglú que nos aislase de los otros. Aunque también leemos con otros y lloramos con ellos. Definitivamente: leer y llorar siempre remite a un otro por muy distanciados que en ese momento parezcamos estar.

 Pienso en el llanto, o en determinado llanto, como una mezcla de aburrimiento y sueño como los entendía Walter Benjamin. El aburrimiento decía Benjamin es  el momento máximo de relajación espiritual, mientras que el sueño el momento máximo de relajación corporal. Y no nos sentimos después de llorar ¿doblemente relajados? Sí, así lo pienso ahora, como si lo anímico y lo corporal pudiesen, al menos por un rato, descansar. Y quizá entonces es posible la escucha. Como si al liberarnos de esa emoción quedara un lugar desde el que poder escucharnos.

A Ming-liang no le importa detenerse en ese momento. La mujer frente al escenario, nosotros frente a ella durante nueve minutos y once segundos que dura la escena. El director nos regala un tiempo que está más allá del tic tac de un reloj, el mismo tiempo que la mujer se está concediendo. Me gustan esos directores tan generosos con los espectadores.

 Se suena la nariz con un pañuelo de papel. Por fin vemos su cara totalmente despejada en el momento en el que enciende un cigarro.

Dominique Gonzalez-Foerster viendo esa escena quiso ponerse en marcha y grabar su plano en Taipéi, y curiosamente, lo grabó en un día de mucha lluvia, su plano de Taipéi empapado; me pregunto si lo habrá visto Tsai Ming-liang, una secuencia que podría yuxtaponerse a la suya, esta vez bien cubierta de lluvia. Las lágrimas de ella se mezclarían con las que caen del cielo de Taipéi (sé que también han pensado en Blade Runner).

Vila-Matas dice que Georges Perec explica en Espacio de espacios, que cada detalle de un lugar en el que fijemos nuestra atención es ya una narrativa en miniatura. Quizá Dominique vio en esa película su propia narrativa en miniatura. Dominique no dejó escapar esa escena del parque de Taipéi, y decidió situarse en el lugar “real” que vio por primera vez a través del cine. A través de una película decidió filmar la suya.

 

Viva el amor (1994), Tsai Ming-liang

Dominique González-Foerster dice: yo escribo como puedo en el espacio.

Tsai Ming-liang en la entrevista que vi: los espacios son muy importantes, son espacios que tienen una carga emocional para mí. No elijo lugares turísticos. Les doy importancia porque nos ayudan a poder sacar lo que lleva un personaje dentro. Es otro personaje. Los analizo mucho. Vuelvo a ellos.

Como vuelven cada cierto tiempo Enrique Vila-Matas y Dominique Gonzalez-Foerster al café Bonaparte de París, lugar donde comparten la alegría imparable de su intercambio de ideas sin inhibiciones. A los dos les gusta también dialogar con los autores que leen y con todo aquello que en algún momento puede hacer saltar la chispa artística. Disfruté mucho de Marienbad eléctrico. Aunque ha sido después, cuando he leído Por qué me gusta Barthes, y cuando he seguido los pasos de Dominique siguiendo los de Ming-liang que me he acercado más al libro de Vila-Matas.

Una amiga me envía una fotografía del banco que me gusta fotografiar. También compartimos esa alegría imparable de intercambio de ideas sin inhibiciones. Vila-Matas fue a Marienbad –donde transcurre una de sus películas favoritas, El año pasado en Marienbad, de Alain Resnais– para sentir lo que Dominique Gonzalez-Foerster siente cuando trata de transformar un espacio que parece condenado a no cambiar nunca; Dominique Gonzalez-Foerster fue a Taipéi y lo transformó.

Y hasta aquí, supongo, un por qué me gusta Enrique Vila-Matas.

Patricia L.D.