Aun sabiendo que todo perece,
debemos construir en granito
nuestras moradas de una noche
Nicolás Gómez Dávila
Me gusta pasear y encontrarme con
personas que porque sí, se sientan en un banco. Se permiten detenerse,
demorarse y admirarse todavía por las cosas que tienen a su alrededor. Se
detienen para detener el mundo o para ponerlo en marcha de otra manera. Para abrirse,
si surge, a la confidencia y a la intimidad. Frente a las prisas, las
distancias y lo utilitario: la lentitud, lo próximo y gratuito.
En un documental sobre Jim Jarmusch
una voz introduce su filmografía así:
Una
calle vacía
Una
silueta solitaria
Alguien
que espera
Un
diálogo que se rompe
Un
suspiro, una mirada, una risa desencajada
El
silencio
Podrían ser las líneas escritas por
cualquier transeúnte que sufre lo que llamaré simpatía por los bancos, que
las anota sin más en su memoria o quizá
en una libreta a modo de poema. ¿Para qué?, preguntarán los pragmáticos; a lo
que ella o él contestará: para nada, me ha venido en gana. Como le ha venido en gana tomar asiento.
También podrían ser esas líneas sobre las películas de Jarmusch las escritas
por un personaje suyo, Paterson, un conductor de autobús y poeta, inspirado en
el poeta, pediatra y ginecólogo William Carlos Williams (1883-1963).
Paterson (2016), Jim Jarmusch
Escribe Olga Muñoz Carrasco, en William Carlos Williams o la presencia del
mundo: la poesía de Williams se nutre pues, como la del conductor en la
pantalla, de la experiencia ordinaria del mundo. Sus versos registran objetos,
paisajes o personas sin intromisiones, en una tentativa radical de
reconocimiento a través de su realidad objetiva.
Podría dedicarme a hacer un
Paterson/WCW y registrar los bancos con los que me voy encontrando. Los
buscaría para ver dónde están situados, qué vistas tienen, si invitan a
relacionarse con otros o a estar sentados solos, si son cómodos, si los habitan
personas mayores, niños, un grupo de amigos o familias. ¿Por qué después del
confinamiento de tres meses precintaron los bancos como si fueran armas
explosivas y sin embargo podías sentarte en una terraza?
Los bancos no son los que más
promueven el consumo, como tampoco el
caminar sin rumbo fijo. Charlar con otros, jugar, leer, sorprenderse con los encuentros,
dejar pasar el tiempo mientras éste deja –casi imperceptiblemente– un resto en
nuestro cuerpo. Algunos lo llaman tiempo perdido. Otros tiempos muertos. Esos
momentos que a menudo en una novela o en un guión se despachan con una elipsis.
Leo –en mi banco –a Hugo Mujica, en La carne y el mármol: no tenemos un cuerpo, somos corporales o más
aún, lo estamos siendo y haciendo. Lejos de ser un sustantivo, la corporeidad
es verbo: es el incorporar, corporizar vivencias que se van plasmando carne,
huellas, latidos… unidad psicofísica que genera al que soy.
Una manera de estar con los otros que
constituye los cimientos –bien asentados
en una pieza de madera, de granito o de metal –para levantar un entre sólo posibilitado en la medida que
nos apartamos de la vorágine de tantas inercias, ruidos, pantallas y
sobreinformaciones que, si nos descuidamos, nos pasan por encima. Y no queremos
cuerpos apisonados.
Sloterdijk cuenta en su primer volumen de Esferas, cómo la existencia del feto en el seno materno sería insoportable sin una capacidad para desatender la cantidad de ruidos que le llegan, como pueden ser los provocados por la digestión de la madre o los sonidos del corazón, que para él serían equiparables a los de una obra en la que se trabaja noche y día o a la de un bar lleno de gente hablando. Quizá tendríamos que recuperar –si es que la hemos perdido –esa capacidad para discernir tonos.
Seguir el consejo de Jane Jacobs en Vida y muerte de las grandes ciudades:
mirar y escuchar las ciudades reales; fijarnos en lo que nos rodea. Aunque sea
un simple banco. Y dejarlo latir, porque de ese latido quizá dependa nuestro
bombeo.
Si hay un fondo ético en la tarea estética es justamente por ese motivo:
todo lo que hagamos por aumentar el número de lugares hospitalarios, de lugares
en donde se pueda respirar, en donde se pueda transitar, entrar y salir sin
necesidad de identificarse, todo lo que hagamos será poco.
Nunca fue tan hermosa la basura, José Luis Pardo.
PATRICIA L.D.