No
invento nada cuando digo que En la pausa
finalmente lo he leído de una sentada, y no en varias como
creía que iba a suceder. Aunque siendo más exacta con el
transcurrir de mi lectura, matizo que me senté un
día a leerla y llegué hasta Comala,
posponiendo el resto no por falta de ganas, sino porque tenía
que madrugar al día siguiente y se hacía tarde. Hoy me
he vuelto a sentar pero sin retomarla donde la dejé: he vuelto a empezar, releyendo las
primeras 37 páginas porque me apetecía. Como me
apetecía leer y releer en su día las obritas de Juan
Emar, Un año,
y Cómo me
reí de César
Aira. Las tres son obritas grandes. Y se me ocurre que tendría
que existir dentro de las librerías y las bibliotecas un lugar
donde guardar estas obritas grandes. No sé, podrían poner encima de ese lugar un letrero como este: Obritas
Grandes,
por ejemplo. Y poder ir directamente a por ellas, no sea que por
despiste, por ser tan minúsculos los libros que contienen esas páginas que contienen esos párrafos que contienen esas palabras tan bien alineadas unas con otras, los tengamos
delante pero se nos vayan los ojos a otros de mayor volumen.
En la pausa
es un libro autobiográfico. Al autor, Diego Meret, durante la
lectura de el Diccionario del hombre contemporáneo
de Russell le vendrán las ganas de narrarse, de
develar algunas de las experiencias con las que hasta ahora
se ha
ido cruzando. Y nos contará esas experiencias a su ritmo, como nos cuenta que le detectaron disritmia, que
es lo más parecido a padecer un principio de inexistencia
momentánea. De ahí
viene el título, En la pausa,
porque a Diego Meret se le presentan esas pausas, ese dejar de ser
momentáneo, esa breve inexistencia, en cualquier situación. Y todas las
situaciones que nos cuenta, nos las cuenta de esa manera en la que a
una de repente le entran ganas de ponerse a leer en voz alta, y no
esta vez para amortiguar los lloriqueos del bebé de los
vecinos, sino porque la prosa que tenemos entre las manos, delante de los ojos, nos lo está
pidiendo casi en un susurro: léeme en voz alta. Y he leído más de
la mitad del libro así. Dejando posar la voz como si
nada, como si fuera lo más natural del mundo, por los
recuerdos de Diego Meret. Esos recuerdos que se confunden y nos
con-funden con el paso del tiempo, o aquéllos otros recuerdos que ya se encargan otras personas de
echarnos por tierra la versión, nuestra versión, esa que guardábamos
tan celosamente. Y viene la madre, nuestra madre, y nos dice, que no hijo, que no hija, que no fue así como sucedió sino asá. Como le
pasa a Diego Meret con los bichos bolitas. Porque en esta obra
aparecen bichos bolitas, y el gato Tordo, un niño inflado,
Michael Jackson, un padre y una isla, un gol de nadie, las hermanas, un susto, el auto, su madre, un botón
turquesa, y muchas, muchísimas ganas de leer: Vivía
para leer. Me acostaba con los ojos hinchados y las palabras
destruyéndome por dentro. Me levantaba a eso de las cinco de
la mañana y leía hasta las siete, caminaba hacia la
fábrica, entraba, fichaba, salía, caminaba hacia mi
casa, entraba y me ponía, sin demasiadas dilaciones, a leer. Y
leía hasta que el hambre empezaba a desconcertarme. Entonces
me hacía un sándwich de lo que hubiera... comía
con la mente en pausa... y me ponía de nuevo a leer hasta que
me quedaba dormido.
También alguna idea para cuento, el recuerdo de leer a Onetti, una versión en un sueño del Sur de Borges, y alguna confesión: si no escribo, y ahí va una pose
melodramática: soy un infeliz. Entonces, me la paso juntando
minutos que me permitan sentarme aunque sea para ensuciar una o media
página.
Yo
espero que Diego Meret no sea un infeliz, y que saque muchos minutos de
donde sea para ensuciar esas páginas y nos vuelva a regalar
una obrita grande. Porque nos ha hecho disfrutar mucho, jolín.
P.L.
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