sábado, 4 de febrero de 2012

En la pausa, de Diego Meret (II)



No invento nada cuando digo que En la pausa finalmente lo he leído de una sentada, y no en varias como creía que iba a suceder. Aunque siendo más exacta con el transcurrir de mi lectura, matizo que me senté un día a leerla y llegué hasta Comala, posponiendo el resto no por falta de ganas, sino porque tenía que madrugar al día siguiente y se hacía tarde. Hoy me he vuelto a sentar pero sin retomarla donde la dejé: he vuelto a empezar, releyendo las primeras 37 páginas porque me apetecía. Como me apetecía leer y releer en su día las obritas de Juan Emar, Un año, y Cómo me reí de César Aira. Las tres son obritas grandes. Y se me ocurre que tendría que existir dentro de las librerías y las bibliotecas un lugar donde guardar estas obritas grandes. No sé, podrían poner encima de ese lugar un letrero como este: Obritas Grandes, por ejemplo. Y poder ir directamente a por ellas, no sea que por despiste, por ser tan minúsculos los libros que contienen esas páginas que contienen esos párrafos que contienen esas palabras tan bien alineadas unas con otras, los tengamos delante pero se nos vayan los ojos a otros de mayor volumen. 
En la pausa es un libro autobiográfico. Al autor, Diego Meret, durante la lectura de el Diccionario del hombre contemporáneo de Russell le vendrán las ganas de narrarse, de develar algunas de las experiencias con las que hasta ahora se ha ido cruzando. Y nos contará esas experiencias a su ritmo, como nos cuenta que le detectaron disritmia, que es lo más parecido a padecer un principio de inexistencia momentánea. De ahí viene el título, En la pausa, porque a Diego Meret se le presentan esas pausas, ese dejar de ser momentáneo, esa breve inexistencia, en cualquier situación. Y todas las situaciones que nos cuenta, nos las cuenta de esa manera en la que a una de repente le entran ganas de ponerse a leer en voz alta, y no esta vez para amortiguar los lloriqueos del bebé de los vecinos, sino porque la prosa que tenemos entre las manos, delante de los ojos, nos lo está pidiendo casi en un susurro: léeme en voz alta. Y he leído más de la mitad del libro así. Dejando posar la voz como si nada, como si fuera lo más natural del mundo, por los recuerdos de Diego Meret. Esos recuerdos que se confunden y nos con-funden con el paso del tiempo, o aquéllos otros recuerdos que ya se encargan otras personas de echarnos por tierra la versión,  nuestra versión, esa que guardábamos tan celosamente. Y viene la madre, nuestra madre, y nos dice, que no hijo, que no hija, que no fue así como sucedió sino asá. Como le pasa a Diego Meret con los bichos bolitas. Porque en esta obra aparecen bichos bolitas, y el gato Tordo, un niño inflado, Michael Jackson, un padre y una isla, un gol de nadie, las hermanas, un susto,  el auto, su madre,  un botón turquesa, y muchas, muchísimas ganas de leer: Vivía para leer. Me acostaba con los ojos hinchados y las palabras destruyéndome por dentro. Me levantaba a eso de las cinco de la mañana y leía hasta las siete, caminaba hacia la fábrica, entraba, fichaba, salía, caminaba hacia mi casa, entraba y me ponía, sin demasiadas dilaciones, a leer. Y leía hasta que el hambre empezaba a desconcertarme. Entonces me hacía un sándwich de lo que hubiera... comía con la mente en pausa... y me ponía de nuevo a leer hasta que me quedaba dormido.
También alguna idea para cuento, el recuerdo de leer a Onetti, una versión en un sueño del Sur de Borges, y alguna confesión: si no escribo, y ahí va una pose melodramática: soy un infeliz. Entonces, me la paso juntando minutos que me permitan sentarme aunque sea para ensuciar una o media página.
Yo espero que Diego Meret no sea un infeliz, y que saque muchos minutos de donde sea para ensuciar esas páginas y nos vuelva a regalar una obrita grande. Porque nos ha hecho disfrutar mucho, jolín.
P.L. 

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