sábado, 28 de agosto de 2010

MANTRA

Martín Mantra sonrió una sonrisa leve pero que parecía involucrar la sutil acción de demasiados músculos. Martín Mantra nos miró a todos, a uno por uno, antes de sacar del bolsillo de su delantal un revólver, abrirlo con el mismo movimiento seguro con que se quiebra una rama o el espinazo de un animal pequeño pero peligroso, ponerle una bala en el tambor, hacerlo girar, cerrarlo, llevarse el largo caño a la boca sin arruinar su sonrisa rara y apretar el gatillo. No pasó nada, pero el sonido del percutor golpeando sobre el azar de una recámara sin munición nos pareció más poderoso que el de varios truenos, porque se trataba de un momento importante, iniciático, sagrado.
Después, enseguida, Martín Mantra -con una voz inesperadamente dulce y extendiéndonos su mano y su revólver, como si fueran una ofrenda y una bienvenida- preguntó quién iba, quién quería, quién se atrevía a ser el próximo.
Fui yo.


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