martes, 1 de mayo de 2012

El paciente inglés y Madame Bovary. Adaptaciones libres, adaptaciones fieles.


Anthony Minghella, en unas declaraciones respecto a su película El paciente inglés (1996), basada en el libro de Michael Ondaatje, decía que finalmente decidió dejar a un lado el libro y partir de cero; tratar de reimaginar y reinventar esa historia y esos personajes y lo que él creía que les ocurría. Después de leer el libro de Ondaatje pensé que Anthony Minghella había hecho una adaptación muy personal y libre de él, y que sin ser fiel a la historia, había conseguido trasladar muy bien el espíritu de esa novela al cine.

Ayer vi la adaptación que hizo Claude Chabrol en 1991 del libro de Flaubert, Madame Bovary (el último libro que hemos leído y comentado en el club de lectura) y aunque parece que estás oyendo al narrador, escuchando parte de los diálogos que hace unos días disfrutaste en la lectura, viendo algunos de tus pasajes favoritos o situaciones que nos pareció oportuno destacar en el club, la película se queda en una simple elección de momentos de la obra. Como si vieses un resumen. Me pregunto qué les parecerá esta película a las personas que no han leído la historia. En la película de Chabrol, o rellenas con lo ya leído en el libro, o no tiene ni pies ni cabeza. Me ha interesado, sin embargo, todo lo que dice el director acerca de la obra de Flaubert, o lo que cuenta sobre cómo trabajó las escenas para intentar trasladar la esencia de su lectura a la pantalla. Dice: En Madame Bovary el punto de partida es haber querido ser absolutamente fiel a Flaubert. Lástima que a veces con las buenas intenciones no sea suficiente. Y se me ocurre, pensando en estas dos adaptaciones, la de El paciente inglés y la de Madame Bovary,  que al margen de si la adaptación trata de ser un fiel reflejo del  libro, o una adaptación más libre, lo mejor que puede decirse es que tiene razón de ser, que no depende ni necesita del libro para  tener sentido. Que en su mundo, el cinematográfico, tiene un lugar. Porque a veces olvidamos que son lenguajes diferentes, sin por eso negar las semejanzas que puedan tener.

Hay en el libro una escena en la que Emma Bovary está bailando con un caballero (que no es su marido) en un día que más tarde dirá que es el más bello de su vida (y no el día en el que se casa, ni el día en el que conoció a Charles Bovary, como tampoco será, más tarde, el día que nace su hija, ni todos esos días –la mayoría de ellos –en los que tiene que interpretar a una ejemplar madre y esposa) y estás leyendo y las palabras de Flaubert te dan vueltas, y vueltas, como si no sólo te estuviese describiendo la escena de ese baile, sino que te permitiese, durante unos instantes, gracias a su prosa, estar ahí, en esa sala,  girando y girando, sintiendo esa dicha en forma de sensualidad,  y teniendo que buscar en la lectura de ese fragmento un punto final, como Emma tendrá que apoyarse, después de dar vueltas y más vueltas, primero en el pecho de él, el vizconde, y luego en una pared para no desmayarse. Sientes leyendo ese mareo que siente Emma bailando, respirando, saliendo de esa asfixia que le oprime en su casa. Pero en la película ves sólo unas faldas rozándose con otras, a muchas parejas deslizándose por la misma sala, a Emma (interpretada por Isabelle Huppert) dejándose llevar por ese joven apuesto. Pero tu pulso ni se inmuta. Se trata de un baile más.

 Nos facilitaron Madame Bovary traducida por Consuelo Berges, y con una introducción que es el primer capítulo del ensayo La orgía perpetua, un estudio de Mario Vargas Llosa sobre el libro de Flaubert. Madame Bovary, nos cuenta Vargas Llosa, es la obra que más veces ha leído. La obra que más le ha emocionado. Y el libro, no sé si exagerando o no, que le ha salvado en alguna ocasión. Dice que leyendo el suicidio de nuestra Madame, esa muerte por arsénico, lleno de dolor, de sufrimiento, que Flaubert describe tan bien, a él se le quitaron las ganas de intentarlo. Pero yo prefiero terminar este post con el baile:

Comenzaron despacio, después bailaron, más de prisa. Daban vueltas y más vueltas, y todo giraba en torno a ellos: las lámparas, los muebles, las paredes y el suelo, como un disco sobre un pivote. Al pasar cerca de las puertas los bajos del vestido de Emma se pegaban al pantalón del vizconde; las piernas del uno se introducían entre las del otro; el vizconde bajaba los ojos hacia Emma y Emma alzaba los suyos hacia el vizconde; la iba dominando una especie de sopor; se paró. En seguida siguieron bailando, y el vizconde, arrastrándola, desapareció con ella hasta el extremo de la galería, donde Emma, jadeante, estuvo a punto de derrumbarse y, por un momento, apoyó la cabeza sobre el pecho del caballero. Y después, dando vueltas de nuevo, pero más despacio, el vizconde la acompañó a su sitio; Emma se apoyó contra la pared y se tapó los ojos con la mano.
P.L.

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